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Seis poemas a Van Gogh

de Luz Helena Cordero Villamizar

Van Gogh

Me parece siempre que la poesía es más
terrible que la pintura,
aunque la pintura sea más sucia
y lo llene a uno de mugre.

Vincent Van Gogh


I

Quiero decir un hombre, quiero decir el hijo de Theodorus, el pastor,
Y Anna Cornelia, pintora de acuarelas.
Mitad de un siglo agujereado por alianzas, pasiones musicales,
Grandes voces, victorias y miserias.

Es el mediodía del siglo.
Un hijo entre todos trae la frente salpicada de colores.
El padre enseña bien Las Escrituras y Vincent las aprende.
Será pastor, ofrecerá su voz a las entrañas de la tierra.
Los viejos mineros, ojos que brillan en la sombra,
acostumbrados a herir la oscuridad,
a distinguir la piedra de la piedra,
descubrirán en su pupila un brillo de metal desconocido,
extraña receta de hombre
aleación de dinamita y llanto.

La naturaleza reclama tus manos, exige tus ojos.
Pintar no era una elección sino un destino.
¿Para qué podría yo servir?
Eras un fracaso de la fe.
Los rudos aldeanos que pintabas despedían humo y sudor,
tu pincel no lograba dibujar el otoño
pero en el suelo empastado
de ocre, rojo, amarillo, pardo y burdeos,
brotaban las raíces, los troncos, las piedras.
Los pájaros chocaban contra el caballete
y hasta el viento se equivocaba agitando las malezas
blancas de un lado, verde-oscuras del otro,
recién nacidas de tus ojos.
El café era caro y el pan escaso. No tienes tiempo de dormir,
las flores se marchitan, viajan las sombras,
la noche es una vieja modelo vestida de ocasión.


II

El día lo encontraba en trance, desteñido,
ubre reseca, tierra sin manto bajo el fuego.
La angustia es la hoz en el cuerpo de la espiga
que implora al viento compasión.
La angustia es un animal que te crece en los huesos,
come tu pan, fuma tus tabacos,
agota los colores y te ensucia el cuerpo de paisajes,
de soles locos, de cuándo, de algún día.

Théo, mago de lo imposible,
siempre puso la mesa, el vino, la esperanza.
Los colores viajaban en sus manos.
¿De qué otro modo, Vincent, haberte conocido?


III

De pronto Arlés despierta en tu pesadilla – colcha rojo escarlata -,
entra en tu casa
- paredes violetas, mesa y sillas de madera mantequilla fresca -,
en tu silencio – fúnebre ciprés –
y desfila por tus ojos arco iris gritando lo que ya sabes:
indeseable, peligroso, loco libre en la noche,
ojos desorbitados, manos sin freno.
Los gritos te acobardan – verdes azules duros en los huesos -,
te hacen trizas la mirada – plomo derretido -.
El manicomio es una palabra que atraviesa la frente.
Contigo adentro Arlés volverá a dormir su siesta de marmota.
Que no pinte, que no fume, que no mire, que no nada.
Quieren limpiar tu alma que está sucia,
demasiado manchada de grises y de tonos oscuros.


IV

Tienen razón. Tu pintura pervierte el blanco de la luna,
la paz de los cielos, la inocencia del trigo, los ojos del cartero.
La niña de tez café con leche se ha convertido en sombra
en medio del rubí de la tarde donde la plantó para siempre tu mano.
El café nocturno derrama eternamente su luz – lámpara de gas –
sobre los huesos de los vagabundos.
Los comedores de patatas sueñan con la próxima cosecha
mientras devoran la luna que una corte de lobos se disputa.
Pero tu pintura no gusta, no puede venderse,
lo repiten las cartas de Théo:
usa tonos alegres, añade blancos, pasteles,
dale rosas a las damas, galgos a la corte.
Tus pincelazos no entran en el ojo oblicuo de la época
como no entra la pasión de Emma en las casas de buenas
costumbres.
El aldeano y el rey tienen los mismos ojos a la hora de matar.
Por más blanco que pones, el mismo gris en las telas.
Déjalas secar varios meses, ráspalas, los colores brotarán como
flores.

Y los colores brotaron un día e incendiaron el mundo.


V

Trastornado de Groot-Zundert, triste predicador de los mineros,
la gloria es el alfiler en el corazón de la luciérnaga
que adornaba el cabello de las damas.
Tú mismo, luciérnaga herida.
¡Qué lástima que sea tan cara la pintura!
Lo decías mientras vaciabas los tubos
y te crecían trigales en los ojos.
Hoy no te alcanza el infinito para pagar un rasguño de tu nombre,
cántaro quebrado y esparcido en el simple fondo azul del universo.
Amarillo de cromo, laca geranio, bermellón, ocre,
azul verde del cielo calentado de blanco.

Después del último cuadro,
hecho con los últimos tubos sobre la última tela,
sólo quedaba un color para pintar:
rojo sangre en tu pecho.
Arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias. ¿Qué quieres?
Que sean nuestros cuadros los que hablen.


VI

Como quien toma un tren, te fuiste en el gris negro humo
hacia una estrella de resplandor exagerado.
Ahora qué ves, qué pintas desde arriba.
El cielo ultramarino, la gama infinita del negro de la nada,
la tierra naranja con bemoles azules
envuelta en una atmósfera de hornaza infernal,
el universo cobalto donde giran soles terribles que asesinan.
Ahora ríes del pan que devorabas,
de las monedas que contaba tu fiebre,
del mísero consuelo de ser hombre color carne, carbono ordinario.

No deseo otra luz, otra noche estrellada que la tuya.
Quiero gritar el asco por los comerciantes de colores,
quiero decirte, Vincent,
que la pintura es más terrible que la poesía,
no porque ensucie las manos
sino porque se vende al mejor postor.
Terrible tu rostro,
sol que se desangra ante un cielo impune
una tarde de 1890.

Luz Helena Cordero Villamizar
Del libro Cielo ausente. Sociedad de la imaginación, Bogotá, 2001.


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